Ayer me acordé de un hombre, Tich, que conocí en India. Un hombre que me costó conocer, del que me mantuve un poco lejos por un tiempo porque lo juzgué y que adoré en cuanto tuvimos nuestra primera conversación. Trabajaba en teatro, vivía en Londres, era gracioso, alegre, muy cariñoso. Un apasionado de la vida que me enseñó mucho a aceptar a las personas como son sentados en un bar que fue un poco mi guarida durante mis días más difíciles en el periplo asiático.
Me acordé de él y de cómo tocó mi corazón. Se lo comenté anoche a una amiga, conversando en un patio de Buenos Aires. Hoy me enteré que ayer murió. No sé cómo, pero que se fue.
Hace unos días, acompañando a otra amiga que está despidiendo a un ser querido y muy cercano, hablábamos de cómo darle sentido a nuestra vida y a la de los que de a poco se van al viaje más profundo, al sueño más alto.
Las dos estuvimos de acuerdo de que se trata de amar, de aceptar a las personas como son, de no juzgar, de aceptar el desafío de amar con generosidad, aunque cueste, aunque a veces den más ganas de criticar, dividir, separarnos.
Siento una esperanza muy grande de que podemos reencontrarnos en el amor, siempre. Me dan ganas también de agradecer la vida y bendiciones de personas que nos dejan el corazón permeable, que nos hacen más sensibles al arte, a la belleza, a la superación de los obstáculos, al Amor.
Que siga la obra, Tich. Fue tan lindo conocerte.